El mirón de insectos
Gabriel González y Elaine Méndez
“En mi próxima obra alguien dirá: qué lugar
tan maravilloso, no hay mosquitos”. Chéjov
El teatro le abrió lentamente el telón hacia 1884.
Pero aquellas obras veinteañeras no tenían lo que iba a conseguir con la
persistencia y el estudio, con la madurez. Ivánov
(1887), por ejemplo, se fue disolviendo en la mediocridad del teatro menor ruso,
pero produjo un vínculo inseparable entre el público —que vio un retrato de
alguien verdadero— y el autor. No era entonces el dramaturgo ni estaban aún el
director o su descubridor en el tiempo. Platónov,
El oso, La boda y El espíritu del bosque siguieron subrayando
sus primeras tentativas o “fracasos” teatrales. Era médico. Poseía conciencia
de artista y el temple del científico. Dijo que su matrimonio era la Medicina y
su amante la Literatura. La muerte le llevaba los papeles donde escribía desde
que en 1883 se dieron los primeros síntomas de la tuberculosis.
En 1895 ya tiene conciencia de lo que quiere hacer
en el teatro. En la narrativa ya era como el monstruo del
relato que fue. “Tengo un tema interesante, pero aun no tengo el desenlace.
Rompo con las convenciones…”. Se trataba de La
gaviota (1896), la pugna generacional entre dos actrices y dos escritores. La
obra, desde luego, fue un fracaso en San Petersburgo. Antón Chéjov (Anton Chekhov), que así se
llama nuestro autor, tenía entonces 38 años, fue acusado de difamación, porque algunos
personajes cercanos fueron identificados en los alrededores de su propia vida,
incluido él como el dramaturgo joven que fracasa. Chéjov promete no escribir
más para teatro.
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Nemiróvich Danchenko, quien codirigía con
Stanislavski, descubrió que para hacer un teatro moderno era necesaria una
dramaturgia que sintonizara; insistió en remontar y convenció a su socio, que
se decidió a regañadientes porque no comprendía del todo la
obra. Fue arduo el trabajo. Aún el “método Stanislavski” estaba en gestación, 26
ensayos fueron necesarios para el estreno y se guardaron los detalles naturalistas
más impresionantes. Se oía hasta el murmullo de la naturaleza en la sala. Y sin
embargo, se esperaba un fracaso. Al director le temblaban las piernas sentado
en la platea; Danchenko esperó que finalizara el primer acto desde el vestíbulo.
Chéjov no asistió. La sala no estaba llena. El éxito de aquella puesta del 29
de diciembre de 1898 hizo historia no solo en el Teatro de Arte de Moscú, cuya
nueva sede se estrenó con la gaviota bordada en el telón como homenaje, y Chéjov
se convirtió en el principal dramaturgo ruso.
Era querido y frágil de salud. Cuando se va a
estrenar El tío Vania, en 1899, está
recluido en Crimea. Todo el Teatro de Arte va allí, en un hecho insólito, a
mostrarse en un ensayo ante el creador. Se mueven escenografías, utilería,
actores, director y técnicos.
Skabiechevski opinaría de las obras de Chéjov como “serie de anécdotas que presentan las características del vaudeville,
escritas para hacer reír a los lectores”. Y Mijailovski dijo: “escribe tal como le
sale, sin ninguna emoción y sin ninguna emoción se lee”. También lo llamaron
“contemplador de estrellas”, “mirón de insectos”, “profeta de la objetividad”,
“indiferente” y “apóstol sin principios”.
Chéjov, que evadía teorizar, solo contestó cuando lo
acusaron de no tener principios. El
jardín de los cerezos (1904) es precisamente una crítica a eso de lo que lo
acusaban en lo personal, y que algunos de sus críticos no sabían apreciar.
“Trato —dijo— de equilibrar la mentira y la verdad de mis personajes”. En carta
a su amigo editor Suvorin, explica: “El autor no tiene por qué ser juez de sus
personajes ni de lo que estos dicen; sólo debe ser un testigo imparcial”.
Por eso, en El
jardín de los cerezos los personajes nos parecen a veces superficiales. No
son tan retóricos ni psicológicos, no aparentan gran profundidad individual,
juegan su papel en una realidad que parece vista por el médico, y es el público
el que puede juzgar. Sin embargo son seres de este mundo.
Parecen expuestos por un fotógrafo que retrata de
forma realista, impersonal, a unos enfermos, atrapados por sus propios destinos.
No se lee afán didáctico ni moralista, ni humorista o dramático, aunque de todo
hay con moderación. Los personajes muestran emociones y creencias,
problemas o dificultades existenciales a través, especialmente, de matices y
sugerencias en los que pueden estar implícitas las preocupaciones del autor. Los
personajes son los seres más “comunes”, no heroicos, más bien derrotados y en proceso
de hundimiento casi siempre cómico o patético. Su trivialidad esconde la
verdadera profundidad de ellos y del creador.
Como lo advierte el gran Marc Slonim, hay dos aspectos
que atraviesan las obras de Chéjov: la estupidez y la vanidad, “seres
infelices, víctimas de sus propias ilusiones y debilidades”. “Futilidad y
fatalidad de los acontecimientos cotidianos”, “aburrimiento y trivialidad”,
como en El tío Vania. “Aspiraciones
incumplidas e insatisfacción individual”, en Las tres hermanas.
En El jardín
de los cerezos Chéjov representa el cambio de un modo de vida agotado y su paso
hacia una nueva sociedad. La derrota que libran los sucesos triviales, la
melancolía de las fortunas perdidas, la incapacidad de comunicación o la elusión
de los problemas, la compleja red amorosa de las personas comunes y el
aburrimiento que se desarrolla cuando los sujetos no van hacia ninguna parte.